El conocimiento no se transfiere se construye

Imagino que la mayoría de personas que leéis esta columna sabéis conducir un coche. Si hacéis uso de vuestra memoria y os trasladáis a la época en que tuvisteis que aprender a conducir, os daréis cuenta que antes de llegado ese momento, habíais pasado largas horas (y también innumerables kilómetros) sentados en un automóvil, muchas de ellas posiblemente como copilotos. Sin embargo, en el momento que iniciasteis el proceso de aprendizaje y os situasteis en el asiento del conductor, os disteis cuenta que todo ese tiempo transcurrido a bordo de un coche no suponía aporte alguno a vuestra capacidad de conducir.

Qué sorprendente resultaba haber visto tantas veces a tus padres maniobrar el coche familiar con facilidad y sin embargo, una vez en los mandos del vehículo y cuando te tocó el turno a ti, debiste reconocer la imposibilidad de sacar siquiera el coche del estacionamiento. En un principio te pudo resultar inesperado pero hoy, te parece evidente que haber empleado años como testigo privilegiado del desempeño de otras personas, no te habilita para realizar las actividades que ellos son capaces de ejecutar. Y la razón es muy simple: el conocimiento no se puede transferir. Mi hijo menor me pidió recientemente que le quitase las ruedas pequeñas de su bicicleta para poder seguir en sus correrías a su hermano mayor. No sólo ha visto muchas veces a otros niños andar en bicicleta y sabe perfectamente qué elementos la componen sino que él mismo lleva ya varios meses manejando la suya. Pero en el momento que le quité las 2 ruedas supletorias, lo primero que hizo (para su asombro) fue… caerse al suelo. Carece del conocimiento necesario para andar sin ruedas que le ayuden y dicho conocimiento, lejos de poder ser transferido, necesita aprenderlo, algo que nadie puede hacer por él.

Aprender a enseñar para la Sociedad del Conocimiento



Nuestras sociedades están envueltas en un complicado proceso de transformación. Una transformación no planificada que está afectando a la forma como nos organizamos, como trabajamos, como nos relacionamos y como aprendemos. Estos cambios tienen un reflejo visible en la escuela como institución encargada de formar a los nuevos ciudadanos. Nuestros alumnos disponen hoy en día de muchas más fuentes de información que lo que ocurría no hace ni diez años. Fuentes de información que, aportadas por las nuevas tecnologías de la información y comunicación, están haciendo necesario un replanteo de las funciones que tradicionalmente se han venido asignando a las escuelas y a los profesionales que en ella trabajan: los profesores y profesoras. ¿En qué afectan estos cambios a los profesores? ¿Cómo debemos repensar el trabajo del profesor en estas nuevas circunstancias? ¿Cómo deberían formarse los nuevos profesores? ¿Cómo adecuamos los conocimientos y las actitudes del profesorado para dar respuesta y aprovechar las nuevas oportunidades que la sociedad de la información nos ofrece? ¿Qué nuevos escenarios educativos y escolares son posibles/deseables?

Las preguntas anteriores configuran todo un programa de preocupaciones que está llevando a muchos académicos, profesionales, investigadores, padres y docentes, etc., a pensar en que la escuela tiene que dar respuesta pronta a los desafíos que se le avecinan. Respuestas que van directamente relacionadas con la capacidad de ofrecer la mejor educación a la que todos los alumnos tienen derecho. Y para ello volvemos la vista hacia el profesorado que trabaja codo a codo con nuestros estudiantes. ¿Cómo se forman?, ¿qué conocimiento realmente necesitan?, ¿qué cambios hay que introducir en su formación para que sean de nuevo los líderes de un cambio que la sociedad está demandando?, ¿cómo aprenden los profesores?, ¿qué nuevas estrategias y compromisos son necesarios?, ¿cómo se plantea una profesión docente en una sociedad del conocimiento donde cualquiera puede acceder a la información y —quizás— convertirse en enseñante?