Imagino que la mayoría de personas que leéis esta columna sabéis conducir un coche. Si hacéis uso de vuestra memoria y os trasladáis a la época en que tuvisteis que aprender a conducir, os daréis cuenta que antes de llegado ese momento, habíais pasado largas horas (y también innumerables kilómetros) sentados en un automóvil, muchas de ellas posiblemente como copilotos. Sin embargo, en el momento que iniciasteis el proceso de aprendizaje y os situasteis en el asiento del conductor, os disteis cuenta que todo ese tiempo transcurrido a bordo de un coche no suponía aporte alguno a vuestra capacidad de conducir.
Qué sorprendente resultaba haber visto tantas veces a tus padres maniobrar el coche familiar con facilidad y sin embargo, una vez en los mandos del vehículo y cuando te tocó el turno a ti, debiste reconocer la imposibilidad de sacar siquiera el coche del estacionamiento. En un principio te pudo resultar inesperado pero hoy, te parece evidente que haber empleado años como testigo privilegiado del desempeño de otras personas, no te habilita para realizar las actividades que ellos son capaces de ejecutar. Y la razón es muy simple: el conocimiento no se puede transferir. Mi hijo menor me pidió recientemente que le quitase las ruedas pequeñas de su bicicleta para poder seguir en sus correrías a su hermano mayor. No sólo ha visto muchas veces a otros niños andar en bicicleta y sabe perfectamente qué elementos la componen sino que él mismo lleva ya varios meses manejando la suya. Pero en el momento que le quité las 2 ruedas supletorias, lo primero que hizo (para su asombro) fue… caerse al suelo. Carece del conocimiento necesario para andar sin ruedas que le ayuden y dicho conocimiento, lejos de poder ser transferido, necesita aprenderlo, algo que nadie puede hacer por él.